La Rusita: Un cuento de supervivencia
Por el Arzobispo de San Juan de Cuyo, Monseñor Jorge Lozano
Melina era conocida en el barrio por su cabello dorado, tan luminoso como los campos de trigo que veían desde las ventanas de la escuela, y por sus ojos celestes, claros como el cielo después de la tormenta. De ahí su apodo: la rusita. Los vecinos y familiares admiraban la pureza de sus facciones, la gracia casi etérea con la que se movía, como si le perteneciera un mundo distinto, más amable que la realidad que la aguardaba.
Su infancia, aunque marcada por la modestia, era feliz en aquella provincia del norte de tierra fecunda. Ayudaba a su madre con las tareas, cuidaba a sus hermanos menores, y soñaba en voz baja con aprender francés, con viajar y traducir palabras de un idioma a otro, hilando puentes entre mundos. Pero a los doce años, el telón cayó abruptamente sobre esa vida.
Una noche, mientras Melina dormía en su habitación, el silencio fue rasgado por el sonido de una puerta forzada. Las sombras se movieron rápido y sin piedad. Nadie vio nada, nadie oyó nada —la red de trata era experta en borrar rastros, en hacer del horror algo invisible—. Cuando Melina despertó, ya no estaba en su casa. El aire olía distinto, la luz era ajena, y la voz que la nombraba no era la de su madre, sino la de una mujer endurecida por los años y los secretos. «Vamos, rusita», le dijo, señalando una esquina lúgubre de la nueva habitación.
Atropello tras atropello, golpe a golpe, vejaciones innumerables, violaciones sin horario. Los tres perros que había en aquel lugar recibían más ternura que ella.
Las trasladaban por grupitos de una “casa” a otra… ¿cada dos o tres meses? Había perdido la noción del tiempo. El castigo le parecía eterno, interminable. Las trasladaban en autos, camionetas, combis. Y un par de veces en patrulleros; sí, leíste bien. A los 31 años se incendió la casa y acudieron los bomberos. La mujer que regenteaba el lugar murió sin despertar. Otro de los guardias tuvo quemaduras serias. Varias de las chicas reducidas a esclavitud pudieron escapar de las llamas y comenzó una investigación seria que desmanteló una parte —solo una parte— de aquella organización criminal. Más de cinco años pasaron y todavía nada.
Logré hablar con Melina tres veces. Recuerdo que la primera ocasión fue muy difícil. La desconfianza a ser nuevamente defraudada podía más que su deseo de hablar y contar. Sus ojos color cielo estaban teñidos por el gris oscuro del infierno. El abismo que le provocaba la liberación oscilaba de la paz al pánico. Estaba en ese momento siendo acogida y abrazada en una comunidad de religiosas que, con entrega y generosidad, están comprometidas en acompañar la recuperación de las víctimas de la trata que logran liberarse. Vidas rotas en miles de pedazos.
La trata de personas es uno de los delitos más atroces y silenciosos que persisten en nuestra sociedad. Miles de personas, especialmente adolescentes y jóvenes mujeres, son víctimas de redes clandestinas que operan a nivel nacional e internacional, arrancando sus vidas de los entornos de familia y amigos en los que crecieron. El dolor y el vacío que dejan en quienes las esperan, sumado al sufrimiento que enfrentan quienes caen en manos de traficantes, nos obliga a mirar de frente esta problemática y a actuar.
No podemos ser indiferentes ante semejante atropello.
Cada tercer domingo de septiembre en la Conferencia Episcopal Argentina nos proponemos dedicarlo a rezar y concientizar acerca de este flagelo. El lema que nos convoca este año es “Embajadores de esperanza: juntos contra la trata de personas”. Unas cuantas comunidades de religiosas y laicos forman redes de recuperación de las víctimas, se comprometen en capacitación laboral, sanación de vínculos, curar las heridas tan hondas que provoca tanta violencia.
Hoy, 21 de septiembre, la primavera comienza a desplegar colores y aromas de vida que se renueva. Nos alegra ver colmadas las plazas y parques con jóvenes que se juntan para celebrar su día con cantos, juegos y alegría. Cuidémoslos de los lobos rapaces que están al acecho. Que nadie sea usurpado de su familia y amigos. Son un tesoro que debemos custodiar.

